Caridad: don conmovido de uno mismo

Luigi Giussani, ¿Se puede vivir así?, Encuentro, Madrid 1996, pp. 236-242
Luigi Giussani


Puro don de sí. En primer lugar, la relación de Dios con el hombre, del Misterio con el hombre –lo llamamos Misterio porque Dios es misterio y es misterio Dios hecho hombre, Cristo–, se muestra al hombre como gratuidad, esto es, como caridad. Se puede decir con san Juan: la naturaleza misma de Dios es caridad (1 Jn 4,16). La naturaleza es la hechura por la que uno actúa de una determinada manera; la naturaleza es el origen de las acciones, por eso, si uno actúa con caridad es porque tiene la naturaleza que da origen a la caridad. Y de hecho san Juan dice: «Deus charitas est», Dios es amor, pero amor en su sentido total y absoluto, es quien quiere el bien del otro.
La naturaleza de Dios se revela como gratuidad porque Él se ha dado al hombre. Don es la primera palabra con la que se identifica el término gratuidad, el término caridad o el término amor. Es puro don, sin nada a cambio –como ya hemos comentado–; sin nada a cambio quiere decir que se trata de puro don. La naturaleza de Dios es dar, se manifiesta al hombre como don, dar sin nada a cambio, puro don.

¿Qué te da? A sí mismo, es decir, el Ser. El Ser, porque sin Él nada de lo que existe habría sido creado: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5). Imaginad la escena de la noche del Jueves Santo. Todo estaba contra ellos y Jesús seguía hablando –aquel largo discurso que leemos juntos el Jueves Santo (se refiere al encuentro de los universitarios de CL que tradicionalmente tiene lugar en la Cartuja de Pavía con ocasión del Jueves Santo; durante la mañana se leen los capítulos 14-15-16-17 del evangelio de san Juan)– , aquellos hombres que estaban acostumbrados a oírlo hablar y que lo miraban mientras hablaba, observando todos sus gestos, le prestaban más atención de lo habitual, estaban totalmente absortos. Aquel hombre que, como de costumbre, había metido la mano en la fuente para comer con ellos, se detuvo de pronto y dijo: «Sin mí no podéis hacer nada...». Pero, ¡el único que puede hablar así es Dios!

La naturaleza de Dios se presenta al hombre como don absoluto: Dios se da, se da a sí mismo al hombre. Y, ¿qué es Dios? La fuente del ser. Dios da el ser al hombre: da al hombre ser, da al hombre ser más, crecer; da al hombre el ser completamente él mismo, crecer hasta su plenitud, es decir, da al hombre el ser feliz (feliz, es decir, totalmente satisfecho o perfecto; como siempre he dicho, perfecto y satisfecho en latín y en griego son la misma palabra: perfectus, es decir perfecto o cumplido, un hombre satisfecho es un hombre que ha llegado a su plenitud).
Se ha dado a mí dándome su ser: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» (Gn 1,26). Y más tarde, cuando el hombre menos se lo esperaba, cuando no podía ni siquiera soñarlo, cuando ya no se lo esperaba, cuando ya no pensaba en Aquel de quien había recibido el ser, éste vuelve a entrar en la vida del hombre para salvarla, vuelve a darse a sí mismo muriendo por el hombre. Se da por entero, don de sí mismo total, hasta llegar a: «Nadie ama tanto a sus amigos como quien da la vida por ellos» (Jn 15,13). Don total.

Pero aquí encontramos un último matiz: lo que Cristo nos da al morir por nosotros –al morir porque lo hemos traicionado– para purificarnos de nuestra traición, lo que nos da, es más grande que lo que se nos debía. Esto es como un ángulo abierto al infinito que hay que sondear y experimentar con el tiempo de la vida que pasa. Cristo nos da más de lo que era necesario para salvarnos: donde abundó el delito, sobreabunda la gratuidad. Hizo más de lo que era necesario para salvarnos. Para salvarnos hubiera podido decir simplemente: «Padre, perdónalos», bastaba con esto. Mientras comía recostado durante la última cena, podría haber dicho: «Padre, perdónalos». Bastaba con esto, es más, bastaba con decir: «Sí, Padre, envíame a mí», y entrar en el seno de María, haciéndose niño, haciéndose hombre. Bastaba sólo con esto. En cambio, no: «Donde abundó el pecado, sobreabunda la gracia» (Rm 5,20). En resumen, el concepto fundamental que despliega todo el valor del término caridad o gratuidad –delineando de este modo la naturaleza de Dios, el modo de actuar de Dios que debemos imitar porque es el Padre– es el don de sí mismo. (…)

b) Conmovido. El segundo factor –el primero es el esencial– es como el adjetivo al sustantivo, es adjetival; que sea adjetivo significa que se apoya, que se apoya en el sustantivo, por eso se considera secundario respecto al primero. Y, sin embargo, es el más impresionante, y nosotros –lo apostaría– jamás lo hemos pensado y no lo pensaríamos nunca si Dios no nos hubiera puesto juntos.
¿Por qué Dios se entrega a mí? ¿Por qué se dona a mí creándome, dándome el ser, es decir, a sí mismo (se da a sí mismo, esto es, me dona el ser)? ¿Por qué, además, se hace hombre y se me da para hacerme de nuevo inocente –como dice el canto de hoy («En esta alegría de Pascua nos hace de nuevo inocentes»; La luz de la aurora ya brilla, himno de las Laudes del domingo, El libro de las horas, o.c., pp. 44-45) – y muere por mí (lo que no era en absoluto necesario: bastaba con un chasquido de dedos y el Padre habría tenido que actuar)? ¿Por qué muere por mí? ¿Por qué este don de sí mismo hasta el extremo de lo concebible, más allá del extremo de lo que se pueda concebir? (…)

«Teniendo piedad de tu nada»: es bonito descubrir esta piedad en el Evangelio, por ejemplo, –y esto se relata dos veces–, cuando una tarde al ver su ciudad desde la colina, lloró por ella, pensando en su ruina (Lc 13,34-35). Aquella ciudad lo mataría algunas semanas después, pero esto a Él no le importaba.
Y justo antes de que lo prendieran, frente al esplendor del oro del templo iluminado por el sol que se ponía, edákruse, dice el texto griego, sollozó ante el destino de su ciudad (Lc 19,41-44). Era una piedad como la de una madre que se aferra a su hijo para no dejarlo ir por el camino mortal que tomaría.

En otro contexto, señalo primero un pasaje de san Lucas porque esta piedad se nota más en él que en el resto de los Evangelios (san Lucas con san Juan y san Marcos con san Mateo; Mateo era un hebreo, Lucas, sin embargo, era un pagano): va por el campo con sus discípulos que arrancan unas espigas porque tienen hambre; llegan al pueblo de al lado y ven pasar un cortejo fúnebre. Él pregunta: «¿Quién es?». «Es un joven –adulescens, un adolescente– que ha muerto y su madre es viuda. Ha perdido a su único hijo y es viuda». De hecho, detrás del féretro va la madre llorando y gritando. Jesús se adelanta y le dice: «Mujer, ¡no llores!», que era algo inconcebible. Aparte de que está entre lo ridículo y lo absurdo, ¿cómo se puede decir a una mujer que sigue en aquellas condiciones al féretro de su hijo: «No llores»? Era el rebosar de una piedad, una compasión desbordante (Lc 7,11-17). (…)

He aquí el punto: Dios se ha conmovido por nuestra nada. No sólo esto: Dios se ha conmovido por nuestra traición, por nuestra tosca pobreza, olvidadiza y traidora, por nuestra mezquindad. Dios se ha conmovido por nuestra mezquindad, que es más aún que estar conmovido por nuestra nada. «He tenido piedad de tu nada, he tenido piedad de tu odio hacia mí. Me he conmovido porque tú me odias», como un padre y una madre que lloran de conmoción por el odio de su hijo. No lloran porque los hiera, lloran de conmoción, es decir, con un llanto totalmente determinado por el deseo del bien de su hijo, del destino del hijo: que el hijo cambie, por su destino; que se salve. Es una compasión, una piedad, una pasión.