Introducción a la realidad total. Educar es un riesgo - Conferencia del 20 de junio de 1985

Luigi Giussani

Me permito comenzar esta intervención señalando aquellos que constituyen, en mi opinión, los factores fundamentales del problema educativo. No podemos olvidar, especialmente por los continuos llamamientos del Papa en sus discursos, que el problema educativo es capital en una sociedad que tenga una conciencia civil mínimamente evolucionada. Recuerdo que los primeros años en los que enseñaba religión, decía con frecuencia durante las discusiones en clase: «Despojadnos de todo –a nosotros, al clero-, quitadnos todo, pero no nos quitéis la posibilidad de educar». Y con amargura tuve que constatar en los años siguientes –porque esto lo decía hace treinta años–, que hemos buscado de todo, pero hemos sacrificado la libertad de educación.
Quisiera comenzar señalando los rasgos fundamentales del fenómeno educativo con un pasaje de Eliot porque, junto con Leopardi, es mi poeta preferido, y por este motivo lo leo casi todos los días:
«De todo lo que se hizo en el pasado [pasado, esta es la primera palabra del problema educativo], coméis el fruto, bien sea podrido o maduro.
Y la Iglesia debe estar edificando para siempre, y siempre derrumbándose, y siempre siendo restaurada.
Por cada maldad sufrimos la consecuencia: por la pereza, por la avaricia, gula, desprecio a la Palabra de Dios, por el orgullo, por la lujuria, traición, por todo acto de pecado.
Y de todo lo que se hizo que era bueno, tenéis la herencia.
Pues las acciones buenas o malas pertenecen a un hombre solo, cuando se yergue solo en el otro lado de la muerte, pero aquí en la tierra tenéis la recompensa del bien y el mal que se hizo por los que se marcharon antes que vosotros.
Y todo lo que es malo lo podéis reparar si camináis juntos en humilde arrepentimiento, expiando los pecados de vuestros padres: y todo lo que era bueno, debéis luchar por conservarlo con los corazones tan devotos como los de vuestros padres que lucharon por ganarlo.
La Iglesia debe estar siempre edificando, pues está siempre derrumbándose por dentro y atacada por fuera; pues esa es la ley de la vida, y debéis recordar que mientras haya un tiempo de prosperidad la gente descuidará el Templo, y en el tiempo de adversidad lo desacreditarán»


He querido leer este pasaje sobre todo porque, como advertí de forma impaciente al principio, identifica el primer factor fundamental del fenómeno educativo. La educación es evidentemente un fenómeno del presente. Aunque fuese un vestigio del pasado, sólo en el presente podría llegar a ser un factor de educación. Es una relación presente, pero para educar... Un gran teólogo austriaco me ha ofrecido la que considero la mejor definición de educación que he encontrado hasta ahora. Dice que la educación es la introducción en la realidad total. Pero, ¿por qué debe ser introducido el hombre en la realidad total? Porque, observa constantemente el Papa cuando habla de educación o de cultura, que es lo mismo –porque la educación es el instrumento principal de la cultura y en último término las dos palabras tienen raíces que se entrelazan–, el hombre debe ser educado para llegar a ser más él mismo, para realizarse. El hombre, en efecto, no se realiza sino a través del encuentro con el otro. Tal vez alguno de ustedes recuerda la Sinfonía pastoral de Gide –desde hace años ya no veo películas–, en donde Gide cuenta de un pastor protestante que por Navidad fue a visitar a sus fieles. Entró en una cabaña muy pobre con el techo inclinado casi hasta el suelo y, en aquella pobre estancia, mientras estaba hablando con los dos vetustos ocupantes, se dio cuenta de que lo que parecía un montón de trapos, allí al fondo, se movía. Lleno de curiosidad se levantó, se acercó y descubrió que había, bajo un montón de harapos, una chica de unos 17 años. Esta chica era ciega y sorda y, por tanto, muda. Al nacer ciega y sorda, no había aprendido a hablar. Los dos habitantes de la cabaña eran los abuelos. La madre, su hija, había dado a luz a aquella criatura y había muerto en el parto. Los abuelos comenzaron a hacer todos los gestos característicos para despertar la reacción de la niña, pero ella era ciega y no percibía nada. Ignorantes y muy cansados, pues eran ancianos, la habían dejado allí siempre, en el mismo lugar, dándole simplemente de comer. Había crecido como una bestia. Entonces el pastor protestante se encargó de rescatar a aquella criatura. El contenido central de esta novela es algo muy verdadero: el hombre se desarrolla en virtud de una relación, por el contacto con el otro; el otro es originalmente necesario para que el hombre exista, y también para que llegue a ser él mismo, para que sea cada vez más él mismo. Por eso el hombre está destinado, para que se realice su cumplimiento, al horizonte total. Pero esta realidad total o esta realidad con la que el sujeto se topa, ¿con qué ojos, con qué criterios, es decir, con qué hipótesis de significado será afrontada? Si no existiese una hipótesis de significado, si no existiese un punto de vista precedente, todo tendría mucho menos valor. Es como entrar en esta sala. ¡Qué distinta es la reacción que uno experimenta ante estas obras maestras según la evolución que su conciencia haya tenido! Un padre, identificando justamente al padre como el educador por excelencia, por naturaleza, un padre, ¿en base a qué términos introducirá a su hijo en la relación con la realidad? Sin propuesta la relación con la realidad es puramente reactiva y es como si empezase siempre desde cero, pura reactividad, instintiva o de opinión, pero no sería nunca un conocimiento en el sentido pleno del término. Insisto con los jóvenes en el uso de la expresión, de la fórmula científica “hipótesis de trabajo”, porque un hombre conoce sólo en base a una hipótesis de trabajo. La genialidad del hombre está en hallar una hipótesis de trabajo más adecuada. Yo digo que la hipótesis de trabajo a partir de la cual un padre introduce en la realidad a su hijo se llama “pasado”. Es el pasado. He dicho que el fenómeno educativo se juega en el instante, en el presente. Pero, ¿qué es el presente? Un instante. El instante presente es nada. Su densidad, su riqueza consiste en la herencia del pasado, incluido el instante precedente. En el instante presente sólo entra en juego ese factor misterioso que se llama libertad, que manipula de alguna forma lo que llega desde lo precedente, desde el pasado. Quiero decir que la primera condición o el primer factor fundamental de una educación es la riqueza de una tradición. Sin esto no existe posibilidad de educar, o la educación disminuye, se aplana. Es como un encefalograma que puede llegar a estar plano. El primer factor es la riqueza de la tradición. Esta es la gran hipótesis, más o menos rica, el punto de vista con el que la naturaleza asiste a la nueva criatura en el impacto con la realidad. La existencia arroja a la nueva criatura a una aventura que está llena de dones, no está despojada, desnuda, no es neutra. Esta dote se llama pasado, e insisto en observar –Solyenitzin tiene al respecto unas páginas bellísimas, es una idea recurrente en él– que un régimen, en el sentido malo del término, un poder que quiera ejercer su influencia sobre el pueblo, debe cortar en primer lugar las relaciones del pueblo con el pasado, porque un pueblo que no corta con el pasado, un pueblo al que no se le vacía ni anula la memoria, tiene una potencialidad de juicio, y por tanto de crítica y de rebelión, muy grande. De forma inversa, cuanto mayor es la riqueza de una tradición propuesta, tanto más el educando vive con paz la relación con el que es más grande, padre y madre. El cuidado de la tradición. Esto significa que el actor, el mediador de la oferta debe ser lo más consciente posible de lo que pasa. No se puede identificar por completo la conciencia con la riqueza [de la tradición] porque la mayor parte de la riqueza puede ser comunicada incluso sin conciencia crítica, pero cuanto más consciente sea de forma crítica, tanto más poderosa será la fascinación que la tradición ejerce. Yo creo que la seguridad, la estabilidad o el equilibrio psicológico de una persona está estrechamente ligado a la positividad de una propuesta que le ofrezca el pasado y la tradición para su nueva vida, que empieza a agitarse. Un sentido para la vida, un significado para la vida no puede ser identificado sobre todo en algo del pasado o a través de un pasado que se propone. Pues la palabra tradición no significa simplemente un almacén de noticias, de datos, de costumbres o de comportamientos, sino que significa sobre todo un sentido. Por eso una educación –acepto discutir sobre esto, deseo saber si estoy exagerando–, una educación depende y es proporcional a la devoción, a la fidelidad y a la conciencia con respecto al pasado que tiene el educador. Esto subraya el paso al segundo factor del proceso educativo. La tradición como propuesta se realiza en la figura del educador. No creo que exista una afirmación más carente de sentido que la que dice que un padre no debe dar a su hijo ideas, sentimientos o valores que el hijo, al crecer, tendría que elegir por sí mismo. No existe nada más insensato y antinatural, porque un padre y una madre son tales no sólo porque den leche primero y después arroz a su hijo según va creciendo, sino porque se dan a sí mismos. De otra forma el ideal sería tener un padre bobo y una madre tonta. Evidentemente, si con el paso de los años mi vida adquiere estima y devoción, conmoción en la memoria y un agradecimiento cada vez mayor hacia mi pobre padre y mi pobre madre, es porque, según pasa el tiempo, me doy cada vez más cuenta de lo que fue mi pobre padre, de lo que ha sido mi pobre madre, y descubro riquezas en ellos, en sus palabras y actitudes a las que no había hecho caso, ni antes ni después, durante mucho tiempo. Pero cuando –y lo recuerdo muy a menudo– mi pobre madre venía a darme un beso de buenas noches y me arropaba –y todas las noches, antes de ir al seminario, por lo menos durante diez años, me decía: «Piensa en los niños que no tienen padre, piensa en los niños que no tienen madre, que no tienen techo, o en aquellos cuyo techo está roto, y se mojan cuando llueve, en aquellos que no han comido hoy como lo has hecho tú»–, ¡de qué forma desarrolló mi sentido de las relaciones esa breve frase dicha con despreocupación, sin que yo comprendiese su valor, ante la que me conmovía y que comprendí años después, y a la que debo una cierta sensibilidad hacia el comportamiento de mi pobre padre! Entonces, ¡qué riqueza de conciencia y de contenidos tiene el sujeto educador, su palabra y su actitud! En este sentido querría hacer una observación que, como he comprobado en algunas ocasiones, produce una cierta reacción en el público. La cuestión principal en la actitud del educador no está tanto en su coherencia desde el punto de vista ético, porque el chaval en su desarrollo, y superado una cierta etapa de la adolescencia, comprende muy bien que su padre es un hombre como todos los demás, al igual que su madre. La incoherencia en la vida concreta y práctica suscita sentimientos variados entre los que se encuentran la rabia, si conviene, o casi una cierta alegría como aval de nuestras propias limitaciones. Pero hay una cosa que el joven tiene necesidad de ver, y es la coherencia ideal del educador. Cuando los padres insisten en ciertos valores y después, al valorar los casos concretos de la vida, su atención, sus sugerencias para el futuro no tienen en cuenta para nada esos valores en los que insisten, esto genera un escándalo, una herida que raramente llega a curar, que es insanable. Y esto porque el joven tiene sobre todo una exigencia lógica y racional fortísima. Si insistes en este ideal y después todos tus juicios no tienen que ver con él, esto crea un desafecto. Puede suceder que yo subraye unilateralmente reflexiones y experiencias realizadas, pero estoy persuadido de lo que acabo de decir. El sujeto educativo debe ser lo más consciente posible y mantener una actitud hacia lo que propone que es sobre todo una actitud de coherencia intelectual, de juicio y por tanto de sugerencia y de valoración adecuada de aquello en lo que insiste. ¡Qué destructivo es que el sujeto que propone incurra en una contradicción a la hora de elegir a sus colaboradores, es decir, que los padres hagan una propuesta de ciertos valores últimos de los significados y el profesor en el colegio o las compañías con las que se permite tranquilamente al hijo ir tengan una propuesta distinta! No sería nocivo o destructivo si todo se afrontase consciente y críticamente. Entonces sería un aspecto de la introducción del educando en toda la realidad. Pero las razones deben salir a la luz. Todo lo que se censura provoca un malestar y un fermento inconsciente pero muy activo en el fondo del corazón, haciendo que se asimilen nociones contradictorias, dejando al alma desamparada ante la necesidad moral y ética. Por eso, además de ser consciente de la tradición, el sujeto educador debe identificar a sus colaboradores según la línea de la preocupación que ha sido o que es fundamental en la relación con los propios hijos. Creo que en este punto debe hacerse cualquier sacrificio, porque no existe un atentado mayor que la incoherencia en la línea que se propone a los jóvenes. Cuando daba clases en el liceo Berchet, un día que salía por el patio que daba a las escaleras vi entrar a una madre muy nerviosa. En cuanto me vio me asaltó diciendo: «Mi hijo entró aquí en primero de secundaria y venía conmigo a misa, rezaba conmigo y ahora que está en quinto no quiere venir conmigo a la iglesia. La culpa es suya como profesor de religión». Yo le respondí: «Pero señora, en estos cinco años, ¿cuántas veces ha venido a interesarse por el comportamiento de su hijo en mi clase, por los juicios que hacía? ¿Por qué no se ha preocupado de que su hijo fuese con este o con el otro continuamente? Pero sobre todo, ¿por qué no se ha interesado nunca por lo que decía el profesor de Italiano o el de Filosofía –y le di sus nombres–?». Una propuesta coherente es una cuestión grave que afecta a la salud y a la intensidad de rendimiento de una personalidad. De forma paradójica, sólo si un joven es ayudado a comprobar hasta el fondo una hipótesis coherente ante la vida, será también capaz por lealtad, gracias a los valores reales adquiridos, de abandonar ese camino y de emprender otro. Pero afrontar la existencia o permitir que se afronte la existencia sin ser sobre todo leales con aquello en lo que se nace, es decir, con la tradición atenta y críticamente asumida –esto lo explico más adelante–, significa hacer de nuevo de la propia reactividad el criterio para vivir: tengo ganas, no tengo ganas, me gusta, no me gusta, me parece o no me parece. Porque, como digo siempre a los jóvenes, el hombre nace con una de las dos famosas alforjas de Esopo a la espalda, y en esta alforja –el punto de partida de Esopo es puramente externo, es una imaginación externa–, y en esta alforja los padres u otros en su lugar, los que quieren el bien del niño, ponen dentro todo lo que creen oportuno; todo esto es justo, como dijimos antes, porque es natural. Pero, en un cierto momento, la misma naturaleza en nombre de la cual se da al propio hijo lo que parece más justo, espolea al niño, al joven ahora, a tomar la alforja que lleva a las espaldas y a ponérsela ante los ojos para ver lo que hay dentro. Poner algo ante nuestros ojos se dice con una palabra italiana que deriva del griego, “problema” (arrojar delante). Y revisar dentro para ver si la cuestión vale o no, se dice con otra palabra que deriva también del griego, y es la palabra “crisis” o “crítica”. Significa comprender las razones, darse cuenta de las razones, por tanto de los limites y de la valía de una propuesta. Pero sin acostumbrarse a este trabajo, sin realizar un esfuerzo por habituarse a este trabajo, el educando crece reactivamente, asume la reactividad como último criterio, ya sea psíquica o mental. Si el adulto, de una forma u otra, no ha realizado este proceso, o si, con ocasión de su hijo, no aprende él a realizarlo, ¿cómo podrá ayudar a su hijo? En este sentido la libertad entra en juego sobre todo en la figura del educador. La libertad entra verdaderamente en juego en la actitud que el educador asume frente al pasado. ¡Qué triste sería una sociedad en la que nadie se empeñase en defender la posibilidad de comunicar la herencia a las nuevas generaciones! Porque desde los periódicos a la televisión o la escuela, todo puede crear un telón y un filtro aislante que impida el contacto vivo con los valores del pasado. En mi opinión nos encontramos en una época en que ya nadie recuerda. La editorial Jaca Book ha publicado una Historia de la Iglesia. Me di cuenta de que todos los adultos compraron los libros para los niños y los han leído, aprendiendo lo que nunca habían oído antes. Se trata de un resumen hecho para niños, con dibujos para niños. Un cristiano hijo de la Iglesia que no conoce la historia de su propia casa, ¿cómo puede percibir la profundidad de los valores que se le proponen? Es imposible. Por otra parte, la nobleza de la sangre, del corazón o del alma de una familia se ve precisamente, sobre todo, por la sensibilidad hacia la historia familiar.
Pero quisiera señalar el tercer factor que entra en juego en el proceso educativo. Por este tercer factor digo normalmente que el hecho educativo es un “riesgo”.
Es el aspecto más dramático. Creo que muchas veces, es más, normalmente, pocas cosas crean tanta desilusión o dolor en los padres como lo que se deriva de este punto del discurso. Ya lo he dicho con otras palabras. Lo que se quiere proponer no se puede proponer sin más. La educación no consiste en proponer y ya está. Es necesario de alguna forma entrenar, en la medida de lo posible, a la propia criatura a comparar lo que se le ha dado con la problemática a la que le abre el desarrollo de la vida. La experiencia que realiza el hijo al crecer, la experiencia, es decir, el impacto de la realidad con un sujeto es una presencia provocadora que tiene la misma raíz que la palabra cristiana “vocación”. De hecho, la vocación pasa a través de las provocaciones determinadas por este impacto. Estas provocaciones plantean preguntas a las que el joven debe responder, ante las cuales debe ejercer su responsabilidad, su capacidad de respuesta. La educación debe implicar una ayuda para ejemplificar estas respuestas, que en el fondo es lo que hemos dicho antes hablando de crítica. Es necesario saber dar razones de lo que les damos a ellos. Dar razones no es nunca un fenómeno abstracto. Quiere decir mostrar cómo lo que yo te doy es capaz de hacerte afrontar el interrogante más o menos dramático, más o menos apasionado, de forma inteligente y cordial, como hombre, y que esto funciona mejor que lo que te dice tu compañero o tu profesor en clase, que lo que has visto en una película o que has leído en el artículo de Severino en el Corriere della Sera. La educación consiste sobre todo en este término técnico –que además es científico– que se llama “verificación”. La verificación de la hipótesis. Ahora bien, en esta verificación se intensifica el trabajo del adulto, porque es una prueba en primer lugar para él. El adulto es puesto a prueba porque no es automático que consiga persuadir con su intervención verificadora. Y esto porque tanto la propuesta como la acción de ejemplificación verificadora se detienen en el umbral del misterio de la libertad del corazón del hijo o del educando. Por tanto, propone continuamente esperando contra toda [...] esperando en cualquier situación, aprovechando constantemente la ocasión para mostrar la racionalidad de lo que se ha sostenido y de lo que se ha dado, incluso cuando la reactividad parece mostrar lo contrario, incluso cuando parece que el propio hijo o el educando es impermeable, incluso cuando recorra evidentemente caminos distintos. Es necesario continuar con este deber paterno y materno, generador, con este dolor del corazón, con esta amargura tremenda, es necesario superar el abatimiento. El riesgo de educar se juega precisamente en este punto, porque nosotros estamos llamados a amar, es decir, a proponer y acompañar en la verificación, para que la persona a la que se propone pueda advertir las razones que nosotros ya hemos madurado. Esto es el amor. No puede consistir en pretender del otro una obediencia que debería llevarle a la persuasión, a una convicción que todavía no se tiene.
El hombre, y por tanto también el propio joven o chaval, es relación libre con el destino, con el infinito, con Dios, con la verdad y con el bien. Es una relación libre y por tanto son misteriosos los derroteros por los que andará su búsqueda del destino. Esto jamás debe detener nuestra atención, ni agotar nuestra propuesta y nuestra ayuda. A un abúlico puedes hacerle hacer lo que quieras, pero no puedes educarle más allá de un cierto límite.
Para concluir, me permito leer otro pasaje de Eliot:

«Es difícil para los que nunca han conocido la persecución,
y los que nunca han conocido [por tanto] a un cristiano,
creer esos cuentos de la persecución de los cristianos.
Es difícil para los que viven junto a un Banco dudar de la seguridad de su dinero.
¿Creéis que la fe ha vencido al mundo y que los leones ya no necesitan guardianes?
¿Hace falta que se os diga que todo lo que ha sido puede seguir siendo?
¿Hace falta que se os diga que incluso los modestos logros de que cabe presumir en cuanto a la sociedad bien educada difícilmente sobrevivirían a la Fe a que deben su sentido?
¿Por qué habrían los hombres de amar a la Iglesia? ¿Por qué habrían de amar sus leyes?
Ella les habla de la Vida y de la Muerte, y de todo lo que ellos querrían olvidar.
Ella es tierna cuando ellos quieren ser duros, y dura cuando a ellos les gusta ser blandos.
Ella les habla de Mal y de Pecado, y otros hechos desagradables.
Ellos tratan constantemente de escapar
de las tinieblas de fuera y de dentro
a fuerza de soñar sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno»,

que todo el bien, la novedad mejor venga de la estructura, la abolición de la responsabilidad de la persona. La definición de nuestra época:
«Ellos tratan constantemente de escapar de las tinieblas de fuera y de dentro a fuerza de soñar sistemas tan perfectos que nadie necesitará ser bueno».

«Pero el hombre que es seguirá como una sombra al hombre que finge ser.
Y el Hijo del Hombre no fue crucificado de una vez para todas,
la sangre de los mártires no fue derramada de una vez para todas,
las vidas de los Santos no fueron entregadas de una vez para todas:
pero el Hijo del Hombre está siempre crucificado
y habrá Mártires y Santos.
Y [por tanto] si la sangre de Mártires ha de correr por los escalones primero debemos edificar los escalones; y si ha de ser derribado el Templo primero tenemos que edificar el Templo».


Este es el triunfalismo del cristiano auténtico. Pero he leído este pasaje para afirmar que cada historia personal es como si comenzase desde el principio. A pesar de la herencia, el verdadero núcleo del drama, el núcleo de la comprensión y por tanto de la decisión –porque para comprender hace falta decidirse a comprender– se plantea siempre como si fuese la primera vez (el drama de Adán y Eva), y la tenacidad, o mejor, la grandeza de espíritu del educador, es esta infatigable y continua propuesta. Justamente como dice la frase más hermosa –en mi opinión, porque yo también la necesito– de toda la Biblia: «In spem contra spem», esperando contra toda evidencia.
He querido decir simplemente los que en mi opinión son los factores fundamentales de todo el proceso educativo. En primer lugar, el valor de la tradición, el primer factor perseguido y censurado allí donde de alguna forma domina un poder en la sociedad, en la sociedad familiar, en la sociedad civil o en la sociedad religiosa, paradójicamente. Puede suceder, en un determinado momento, que la sociedad eclesiástica, si se vive según una voluntad de poder, censure su propio pasado. En segundo lugar, la figura del educador, que es el lugar en el que la tradición, que se ha hecho consciente, se vuelve propuesta. Pero una propuesta que debe acompañar en el impacto, por tanto en la comparación, mostrar en la comparación las razones de la propuesta misma. Pero esto –tercer factor, es decir, la verificación– no es matemático como resultado, no es lógico, se detiene, como he dicho antes, en el umbral de la libertad. Aquí reside todo el drama del riesgo de educar. Pero sea cual sea el resultado inmediato de la propia pasión amorosa, porque, como dice el Papa, no existe ninguna demostración mayor de amor a la humanidad que el compromiso educativo, debe ser infatigable la propuesta viva, es decir, el yo del educador, de forma que no haya circunstancias de espacio o de tiempo, por tanto de edad, ni situación exterior, ni tipo de respuesta que pueda detenerle.